Medía la velocidad de las nubes por la rapidez con que cruzaban detrás del árbol más alto. Eran nubes densas. Su densidad era como un techo siniestro, parecido al humo de una ciudad incendiada. El viento era poderoso abajo pero ni así parecía mover mucho a aquellas nubes allá arriba. Los árboles se azotaban como locos contra un muro invisible; parecían querer correr, escaparse de ahí, como esos tres pájaros que pasaron a toda prisa y desaparecieron, volando en sentido contrario al que avanzaban las nubes. La lluvia caía mansamente primero, luego arremetió más recio. Cada vez más fuerte y, arrítmicamente, como un vendaval, se volvió furiosa; daba la impresión de que los ángeles nos apedreaban desde el cielo; rocas blancas; era granizo. ¡Granizo en plena primavera! ¡Caramba!
Desde una esquina del mundo el sol fue testigo de todo esto. La tarde era nublada pero no obscura. Y la densidad de las nubes se transformó al cabo de un rato en una capa de seda. Luego lo ví, inmenso, gigante, como un arco-compuerta que se erigía frente a mí, detrás de aquel árbol desde donde yo medía la velocidad de las nubes una hora antes: el arcoiris.
Y el sol seguía ahí, viéndolo todo desde un rincón del mundo. Las nubes se expandieron y cambiaron nuevamente de forma; la lluvia paró, ya no había viento.
También el arcoiris se desvaneció poco a poco; su fabulosa belleza no podía durar. Una multitud de ángeles lo atravezaron, lo sé, pude percibirlos; tuvo qué suceder algo.
Así llegó, casi a las ocho en punto, temblando, miedosa y fría, la noche. Un techo azul pálido y morado, casi negro. A lo lejos los relámpagos iluminaban el horizonte, que lucía como una pintura inacabada.
Entonces, pasadas las ocho, la obscuridad llegó completa y cuando se encendió el alumbrado público retornó el bullicio de los autos y la atmósfera de aquella ciudad adquirió un aspecto vulgar; vulgar como un burdel barato en la orilla de un pueblo desolado.
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