

La primera vez que vi nevar fue en El Nevado de Toluca, México; regresaba a la ciudad acompañado por varios amigos japoneses, de esos que, como dice Luis Villoro, tienen nombres de motocicleta. De repente uno de ellos nos dijo: "Les tengo una sorpresa".
En Toluca había llovido todo el día y hacia frío, pero no se veían rastros de nieve; fue hasta después de cruzar una húmeda y serpenteante vereda, franqueada por árboles muy altos, que apareció ante nuestros ojos, digna de un cuento de Kawabata, la escena de las faldas de la montaña cubiertas completamente de nieve. Y nevaba; podía ver claramente los copos de nieve estrellándose contra el parabrisas del auto, como errabundos dardos blancos.
Les pedí que detuvieran el coche y bajé a caminar, sin importarme el frío; descubrí que los copos de nieve eran tan frágiles que se deshacían al tocar cualquier cosa, transformándose sólo en una "mancha" de agua sobre mi ropa y mi cara.
A mis amigos japoneses debí parecerles un niño, o un tonto, porque no dejaban de mirarme, extasiados por mi sorpresa y alegría de ver la nieve por primera vez.
Hoy que lo pienso, creo que no podría vivir ya en un país donde no nevara, o, si no neva ahí donde esté, cuando menos viajar en invierno a un lugar donde sí ocurra esta lluvia blanca, que me parece una especie de tierra fantástica donde el sol está excluido.
No se me malinterprete, adoro al sol, al mar y los días soleados, pero la nieve, sublimemente, es otra cosa; hay algo de pureza en ella. De poder. Un poder que lo oculta todo y donde sólo persiste quien pueda subyugar y controlar esa fuerza blanca, omnipresente. Blanco arriba, blanco abajo, y el verde y la noche sepultados debajo y sobre un paraíso, tan frágil como helado, que lo mistifica todo.
Una chimenea, un buen libro y la visión de la nieva cayendo afuera, detrás de la ventana, o en un paseo, es algo que no cambio por nada.
Las fotos de arriba fueron tomadas desde mi patio trasero, apenas tres horas después de una nevada aquí en Kentucky, a principios de febrero.
4 comentarios:
Ah, algún día se me hace el paseo, la chimenea y el libro.
Un abrazo
Alba
Sí, esto de la nieve para los que tenemos la suerte de descubrirla tarde, es algo mágico. Como las estaciones. Lo que más me impresiona en las ciudades cuando ha caído la nieve es el silencio, la percepción diferente de los ruidos citadinos. Igualmente las distancias.
Pero también puedo entender el horror del blanco, el cansancio que se instala en la mirada.
Y es verdad lo que dices, creo que es algo que siempre nos gustará repetir de nuevo. A mí, por ejemplo me gustaría vivir nuevamente en el trópico ecuatorial, pero sé que me harían falta los cambios de estaciones o, por lo menos, la llegada de la primavera (objeto de mi próximo post -esto era publicidad ilícita).
Y bueno, qué rápido te has traicionado, que pensé que sólo ibas a hablar de México!!!
pero ¡que viva México!
Saludos
Leonardo, no es traición, publiqué esto porque me pareció justo decir que, precisamente, la primera vez que vi la nieve fue en mi país, México. Y, pues de eso se trata también, de las reflexiones que México me provoca. Y evoca. Te cuento que el otro día, después de publicar este post, pensaba en la diferencia de ruidos cuando todo está cubierto de nieve, ahora que el calorcito de primavera comienza a golpear este pueblo, todo se ha vuelto más ruidoso y provocativo. Son sensaciones distintas. Que bueno que una sensibilidad como la tuya también lo ha percibido, en fin, sólo los poetas...
Un saludo enorme, y te visitaré pronto.
Alba, no te lo pierdas...
Pues, perdona que fui yo el del error, que es que me cuesta asociar México con la nieve, me quedé en la blancura y se me olvidó que recordabas a Toluca. Para mí la nieve siempre está asociada a los USA aunque no los conozco, por pura influencias del cine. La conocí en Europa, pero tuve que esperar dos inviernos antes de verla de verdad.
Bueno, sigo pendiente de esta colección de crónicas mexicanas.
Un abrazo
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