lunes, 17 de diciembre de 2012

Café con Alberto


Q H,

Supe hasta más tarde que yo tenía cinco años cuando hicimos aquel viaje al mar.  Digo “más tarde” porque cuando somos niños, lo que ocurre y acontece, en medio de las horas, edades y días, queda guardado en la memoria como en un tiempo y espacio donde la cronología no tiene nada que ver.  Se viven, ajenas a una fecha u horario, las cosas y punto. Es hasta después cuando la historia y el tiempo real nos conciernen. Y nos atañe.

Mis hijos, por ejemplo, aprendieron en una escuela de Texas lo que era miércoles o lunes; yo, a propósito, no quise enseñarselos, porque me di cuenta de que un niño puede vivir perfectamente y ser feliz sin necesidad de tener una distinción tan tajante de los días, al menos no antes de los cinco años, porque no la necesitan.

¿Llegamos al puerto de Acapulco en autobús o en el Chevrolet azul de Manolo? No importa. ¿Nos hospedamos en una casa convertida en un Hotel o era un Hotel que parecía una casa? No lo sé exactamente; pero recuerdo el lugar. Recuerdo el calor, como una piel pegajosa, y recuerdo las reconfortantes duchas de agua fría. Recuerdo el patio y las plantas en el centro, que hoy percibo como una jungla; quizás no porque fueran en verdad muchas plantas sino por mi estatura de entonces. De niño todo nos parece ser más alto y más grande; la dimensión del mundo se percibe a través de nuestra pequeñez física.

Y entonces hay algo que recuerdo con más nitidez que cualquier otra cosa. Hay unas escaleras, te sigo, llegamos hasta una planta alta, caminamos por un pasillo y llegamos hasta la orilla de un barandal; imitándote, me alzo de puntitas para ver lo que miras y entonces lo descubro yo también. No tan lejano, tras de una hilera de casas grises y rojas, aparece un horizonte verde: el océano. Allí. La primera vez que vi el mar, de puntitas, junto a ti. Lo he visto otras veces, en muchas partes, pero creo que nunca olvidamos la primera vez que nos sale al encuentro, como dice JEP.

Hay otras cosas que recuerdo de ese viaje: la abuela Irene, la prima Liliana y su miedo a las olas, la playa donde recogí conchas como un tesoro que luego perdí; una noche por el malecón, los mercados…Todos esos detalles llegaron después, otros fueron olvidados; pero un día llegó a mí, claro y maravilloso, el recuerdo mágico de la primera vez que vi el mar, junto a mi hermano.


17 de diciembre, 2012.

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