Nací y crecí en una familia católica. Mi abuela era
católica de hueso colorado y mi madre, educada en los sesentas, no tanto.
Ninguna de las dos nos impuso la religión como una obligación, aunque confieso
que a la abuela Bruna no le hubiera gustado mucho lo que voy a decir: no soy
católico.
¿Por qué? En primera porque para ser católico hay que
creer en la autoridad del Papa, y yo no creo en tal. Cada vez que mis amigos estadounidenses
me preguntan por qué no soy católico, es lo que les contesto.
Y en seguida les cuento aquella anécdota de cuando San
Francisco fue a Roma y le dijo al Papa, sentado en su trono del vaticano:
—“¿Qué
estás haciendo aquí adentro, si los pobres están allá afuera?”
Y es que eso es lo que simboliza un Papa: un disfraz,
una vestidura de oro patética y decadente que no puedo tragarme ni respetar.
En cambio, sí soy cristiano. Creo en Jesucristo y en
su madre. Y prometo, de una manera más amplia, en otra parte, explicarles por
qué soy cristiano. Lo que me interesa decir y exponer ahora, en virtud de los
hechos que han llevado al Papa Benedicto XVI a renunciar a su cargo, es que la
iglesia católica, en honor al respeto por la vida, por la fe que profesa y su
futuro, debería renunciar a la figura del Papa hoy y de una vez por todas; la
iglesia no necesita de un líder, necesita de una nueva orientación y de una
verdadera honestidad cristiana.
TC
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