(fragmento)
Mi abuela materna, la única abuela a la que conocí, no sabía leer ni escribir. Se llamaba Bruna, un nombre hermoso y poco común entre las mujeres de nuestros días. Probablemente nació en el día de San Bruno, allá en el año 1900; aunque se ganó la vida de varias formas, fue una comerciante en telas cuando se vino de Michoacán a la Ciudad de México. A pesar de ser analfabeta, poseía una gran confianza en si misma y un poder verbal muy seductor. Pertenecía a esa casta de seres, hoy ya casi extinta, que nos transmitieron sus experiencias y conocimientos a través de la tradición oral. Ella era como un libro de carne y huesos, la palabra viva. Una mujer hecha no de puro lenguaje sino de lenguaje puro.
Por curiosidad, alguna vez me atreví a preguntarle cómo se las arreglaba, sin saber leer, para desplazarse sola como muchas veces solía hacerlo, en autobúses, a través de la ciudad. Su método era por demás ingenioso y me lo confesó: memorizaba la forma completa de la palabra escrita al frente del camión, que señalaba el destino de la ruta, de ese modo no tenía que descifrar, letra por letra, el contenido del texto. Más tarde, a sus más de setenta años, cuando intenté enseñarle a leer y a escribir, rechazó mi oferta arguyendo que ya no lo necesitaba.
Aún recuerdo perfectamente su forma de hablar, y pronunciar por ejemplo, en su bello lenguaje campirano y milenario, la palabra dotor, en vez de doctor, o añadir el hermoso y latino um, al finalizar ciertas palabras, como cuando pronunciaba el nombre de su hijo "Jesúsum", o al decir "puesum", en lugar de pues.
Ella aprendió a rezar también de oídas y recuerdo escucharla recitar sus oraciones durante horas sin parar. Siendo católica, no condescendía a la hipócrita indulgencia de presentarse sin falta todos los domingos a misa; aunque respetaba las ceremonias, parecía tener su propio diálogo, constante y cotidiano, con Dios. Esta mujer, que jamás aprendió el alfabeto castellano, pareció de verdad no necesitarlo nunca; poseía una gran elocuencia y no he podido olvidar particularmente su forma de contar o narrar las cosas. Fue para mí un deleite infantil escucharla y verla imitando las voces de las personas y teatralizando su manera de caminar o su lenguaje corporal. La recuerdo en innumerables noches sentada junto a mí, en mi cama, susurrándome sus experiencias, sus sentimientos e historias de toda su vida. Jamás me quedé dormido mientras ella hablaba, no podía, era para mí encantador escuchar su voz y no me quise perder nunca una palabra suya. Al final me decía: “Ya duérmete”, y ella me persignaba devota en la frente antes de apagar la luz, mientras recitaba una plegaria. Yo besaba su mano antes de dormirme.
Un día me contó un sueño, el único sueño que le escuché contar en mi vida. Soñó que su esposo, mi abuelo José Zamora (asesinado en 1943 por unos vándalos, quizás para robarlo o por envidia) regresaba y abría el portón de su casa lentamente, él le mostraba las manos y le decía: “Mira Bruna lo que tengo aquí”. Mi abuela veía las manos de mi abuelo iluminadas y en medio de ellas flotaban pájaros que brillaban con destellos de luz y volaban alrededor.
1 comentario:
Recuerdos maravillosos, yo que conocí a las dos no tengo nada parecido para atesorar. Un sueño precioso.
Saludos
Alba
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