El gato y la luna

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Es posible, posible de que en un principio no fuera el Verbo, sino la Obscuridad. Después llegó la Luz. De hecho, podríamos decir que la obscuridad es, pero la luz se hizo. Y tuvimos que esperar por esa luz, con paciencia ---porque la paciencia es una virtud que heredamos de la divinidad--; pero también somos capaces de hacer hasta lo imposible por conseguir esa luz y podemos ser impacientes. En cuatro de los testimonios escritos por los apostoles, es decir, por quienes lo conocieron y estuvieron junto a él, se habla de que Jesucristo era a veces impaciente. Humano, al fin.


La luz es una cosa de Dios, no lo supongo, lo sé.


Entre tanta obscuridad, Dios tuvo que saber que la luz tenía que prevalecer, tenía que hacerse. Tenía que ser. El principio de la luz es el triunfo de Dios sobre la obscuridad.

Te propongo que mires al cielo esta misma noche, si no es una noche nublada. ¿Qué ves? ¿Qué contemplan tus ojos inquietos más allá de los faros, del alumbrado público y de los edificios, o de los tejados de tu casa? No, no, mira más allá, más allá de esas estrellas que, aunque las contemples desde algún lugar privilegiado donde las puedes observar a casi todas, lo que habrá siempre detrás, rodeándolo todo, omnipresente, será ese negro telón que llamamos noche, universo, infinito; pero la luz de las estrellas, de los planetas o de cualquier objeto allá arriba, es otra cosa, es algo más maravilloso que aunque se parezca y aparezca pequeña, de algún modo le da sentido a ese vacío. Sin la luz la obscuridad sería el completo abismo. La nada. Y, precisamente porque la luz es la nada no existe. 


E, incluso, la obscuridad es, pero la luz se transforma, en sol, en luna, en carne, en amor, en esperanza.


Nuestro privilegio y tarea es descubrir, entre toda esa obscuridad, aquello que nos da luz.